Por Doryz Zeballos Saavedra
El doctor Justo Benavente era un hombre incomparable. Por muchos años defendió y ayudó a más personas que cualquier otro abogado del pueblo. Pero hizo menos fortuna que ninguno. Lo cual se debió a que siempre defendía y cooperaba con su oficio a quienes no tenían dinero para pagarle.
Todos los habitantes de nuestro pueblo conocían su oficina, situada en los altos de la tienda de la señora Mercía. Al pie de la angosta escalera había un letrero que guiaba a quienes lo buscaban.
El doctor benavente era soltero. Una vez estuvo al casarse con la señorita Barbarita Hurtado, hija del gerente del banco, pero el día de la boda recibió una llamada urgente y tuvo que salir para el campo, donde varios campesinos habían sido despojados de sus tierras y animales por el dueño de la hacienda vecina. La señorita Hurtado, disgustada por aquello, desbarató la boda. Un hombre -dijo- a quien unos indios le importan más que su novia, no es bueno. Muchas otras mujeres de nuestro pueblo opinaron lo mismo, pero las familias campesinas defendidas, estaban llenas de gratitud, cuando hubo recuperado las tierras de las que vivían.
Durante cuarenta años, el despojado, el agraviado, el estafado, el arbitrariamente detenido, la madre abandonada y sin recursos, el injustamente despedido de su trabajo, el cruelmente agredido, y todo aquel que necesitara un abogado y no tuviera como pagarlo, subieron las escaleras que conducían a la oficina del doctor Benavente. Nadie bajó de allí sin haber recibido ayuda y consuelo.
Un día, cumplidos ya los setenta años, se reclinó en el sofá de su oficina y se quedó muerto. Fue el suyo uno de los funerales más pomposos que jamás se hayan visto en nuestro pueblo. Todo el mundo asistió, desde los más encopetados hasta los más pobres y humildes.
Se habló de colectar dinero para poner en la sepultura del doctor una bella lápida que honrase su memoria. El proyecto adelantó hasta discutir lo que debía grabarse en la lápida. Pero no pasó de allí, y nunca se hizo nada.
Un día, Manuel Panteón, el dueño del negocio de las pompas fúnebres, dio la noticia de que ya el doctor Benavente tenía lápida con epitafio y todo. Dijo que uno de los campesinos a los que ayudó a recuperar sus tierras, había estado sin sosiego porque su sepultura no tenía lápida, y como él no contaba con dinero para comprarle una, arrancó el letrero que estaba al pie de la escalera y lo puso sobre su tumba.
El letrero decía:
DOCTOR JUSTO BENAVENTE
SU OFICINA ESTA ARRIBA
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