sábado, 18 de septiembre de 2010

¡PIDO LA PALABRA!

La ciudad de Sucre (Bolivia) tiene una vena poética en sus habitantes, como un torrente. Hay sin embargo –de entre todos ellos-,  uno que está asociado a un período de mi vida. Cuando empezaba a reivindicar ante el Estado, a los explotados,  los marginados,  los perjudicados por el sistema económico injusto. Esta actitud no era una rareza entonces, sino que estaba muy extendida entre los jóvenes. Hoy en día la juventud –de manera inversa- sólo excepcionalmente tiene esta postura ideológica, pues en su generalidad ha sido absorbida por la cultura universal de los video juegos y de la alienación consumista de los demás productos del capitalismo.
Eliodoro Aillón Terán, poeta y periodista sucrense y boliviano; autor del célebre poema titulado ¡PIDO LA PALABRA!, parece estar aún reclamando ser escuchado, demandando un mejor destino para los bolivianos; y sentimos su dolor porque miles de nuestros compatriotas agotan su existencia sin el reconocimiento de su dignidad de seres humanos. No deseamos entrar en la polémica de que ahora sí se están atendiendo las justas reivindicaciones de los bolivianos, pues con este coterráneo poeta –ya fallecido- exigimos que se haga aún más y aún más rápido por los explotados, por las víctimas de la irracionalidad económica pues cada día, a cada hora y en cualquier momento; algún boliviano o boliviana sucumben ante la enfermedad, la miseria y el abandono.
He aquí el poema:

¡PIDO LA PALABRA!

Ciudadanos del mundo,
en nombre de mi patria, pido la palabra.
En nombre de mi pueblo, sencillo como el agua de la acequia,
pido la palabra.

En mi pequeña morada comenzó la patria
allí todos gritaban en las noches cuando el puño del alcohol
caía sobre el rostro de mi madre, recuerdo la sangre y los nervios,
los nervios en angustia de alambres aprensados;
en las noches hondas, pobladas de llanto y el miedo de los pequeñitos allá,
en la esquina más dolorosa de mi sangre, comenzó la patria.
La escuela vino después,
también la patria estaba allí avergonzada, humillada;
ocultando en los rincones más apartados, sus pies descalzos.
Y la patria me miraba acongojada desde mis propias pupilas nubladas,
desde mis manos vacías y mis sueños enturbiados.
A mí me mostraban la escuela poblada de azules campanas
y la patria cuajada de campos abiertos,
pero, pero mi patria gemía a 4000 metros sobre el nivel del hambre,
hombres que crecían como piedras paridas por la montaña,
desnudos y fríos como peces muertos,
moviéndose apenas, llevando a cuestas su grito
trancado como una roca clavada en lo más hondo, en lo más duro de la tierra.

No señores,
la patria no era solamente la escuela poblada de altas campanas
ni la tierra salpicada de lagos felices,
no era solamente los montes incrustados de cielo,
ni los desfiles en los días de fiesta,
era también la impotencia del hombre
cuando el pan se convierte en gemido detrás de las puertas,
era la muchacha que buscaba su vestido dominguero en la esquina de la noche;
eran las manos crispadas en los mercados,
y el llanto, extendido en las estaciones.
Mi padre borracho era la patria que pesaba sobre mis pupilas,
sobre mis labios, sobre mis zapatos rotos;
y con esa patria a cuestas yo asistí a la escuela.
La maestra, me mostraba siempre una patria
y un cielo a los que nunca pude comprender.
Una patria con héroes, con cerros de plata,
con tierras llenas de árboles frutales;
pero yo tenía que regresar a mi casa en las noches, y allí estaba la patria,
en el pan para dos que nunca satisfacía a cuatro,
en las pupilas de mi padre abiertas
como dos diablos encendidos en medio de los niños.
No señores, no.
La patria no sólo estaba en los salones, ni en los discursos de los presidentes,
ni siquiera en la bandera y sus colores.
Yo encontré a la patria botada en mitad de las calles,
mientras la lluvia cercenaba sus carnes.
Yo la vi desgarrarse por coger un pedazo de carne y otro poco de pan,
y lloré su tragedia, porque teniendo hambre, se comió su libertad.
Y mentidme a mí ahora, mentidme.
Yo vi a mi patria en todos sus confines,
la sentí como un garfio clavado en mitad de mi angustia,
la llevé como túnica de yeso por todos mis caminos,
la sentí como el peso de dios sobre el pecado y busqué su voz
para multiplicarla sobre las campanas del tiempo.
Yo vengo en nombre del obrero y sus overoles manchados,
en nombre de mi padre y su vicio,
pagado con la desnudez de sus hijos,
en nombre de mi madre y su voz callada,
en nombre de los niños yo vengo,
en nombre de mi patria estrujada por manos sin salario.
Yo no vengo a pedirles nada, nada que les pertenezca.

Mi pueblo, mi pueblo quiere su paz,
quiere su barco para recoger de playas lejanas
un canto de gaviotas nuevas,
quiere sembrar su trigo y levantar sus fábricas,
quiere que sus niños rían,
jueguen y salpiquen los campos como las gotas de rocío al alba,
quiere que todos crezcan a lo largo de los ríos como el trigo,
y que todos se hinchen de sol y de lluvia como las uvas,
en la cuenca dilatada de los valles.
En nombre de mi pueblo,
humilde como la hierba, sencillo como el agua de la acequia,
ciudadanos del mundo,
¡pido la palabra!.

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